viernes, 2 de diciembre de 2011

Ken Russell


    La etiqueta obituario languidece en este blog, despreciada por la pereza que produce la superabundancia: Son tantos los homenajes que se le antojan al mitómano que, al final, acaba desistiendo de su propósito.  Solo alguna vez, esas que te provocan un vuelco al corazón, decides escucharlo y contar porqué la muerte de alguien célebre  te afecta. 

    El domingo pasado falleció, a los 84 años, el director británico de cine Ken Russell.  Este señor estuvo muy presente en mi adolescencia y mi primera juventud. De las cinco únicas películas que he visto de su extensa filmografía, dos me educaron a golpe de emociones, cosa que no hicieron muchos de mis profesores, ni tampoco las referencias patrias que podría tener más a mano.




    Con sus Mujeres enamoradas (Women in Love, 1969) aprendí a perderle el miedo a la sensualidad y a la heterodoxia, hasta convertirla en la etiqueta más usada en las entradas de este sitio.



     La pasión de vivir (The Music Lovers, 1970), un sui géneris biopic de Tchaicovsky, me ayudó a dar el primer paso en el mundo de la música clásica, una fuente inagotable de placer para el resto de mi vida; además, me instruyó en el valor de la honestidad para consigo mismo como requisito imprescindible de la honradez frente a los otros; algo indispensable para beber siempre de otra escurridiza fuente: La de la felicidad.




    Tommy (1975) se limitó a dejarme prendida en la retina una leyenda adolescente que llevaba imaginando unos cuantos años, con mis estrellas de rock favoritas prestando el rostro a sus personajes. 



   

    Las dos últimas películas que vi suyas fueron Viaje alucinante al fondo de la mente (Altered States, 1980), que llegó justo cuando yo estaba empeñado en la tarea más necesaria en la vida: el autoconocimiento, y   La pasión de China Blue (Crimes of Passion, 1984), otra morbosa historia sobre vidas desdobladas que lo alejó definitivamente de Hollywood.



     Después se dedica a dirigir óperas en Europa; y  en 1997 es invitado a La Fenice para poner en escena El progreso del libertino (The Rake’s Progress), con libreto de Auden.  Ver a este provocador o trasgresor, como ha sido calificado esta semana en los periódicos de todo el mundo, enfrentado al texto del autor de las XII canciones, habría sido estupendo; sobre todo si la música la escribía Stravinski, a quien la provocación no le resultaría tampoco ajena.  Desgraciadamente no he encontrado la versión de Russell, pero podemos hacernos una idea con esta otra dirigida por Robert Lepage hace unos años.