martes, 22 de junio de 2010
Sin dolor no hay gloria
Experiencia inolvidable es una expresión tan manida como contundente, pero muy útil para expresar mi estado de ánimo. A la vuelta de la Vía Láctea he comprendido que la gloria, estampada en las camisetas de recuerdo o en el pórtico de entrada a la catedral, es tan real como el dolor que provoca la tendinitis en las piernas de los asombrados peregrinos que, procedentes de todo el mundo, desembocan en la Plaza del Obradoiro. ¿Cómo se puede olvidar haber vuelto a tener treinta años, aunque solo sea por quince días? ¡Y con el bagaje de los cincuenta y tantos intacto!
La última vez que me asomé aquí, lo hice desde algún lugar de las montañas astures, mientras se me derretía el cielo sobre la capa pluvial. Describía entonces a los insólitos personajes que, como en la vida misma, habían ido apareciendo y desapareciendo a lo largo del camino. Ahora le toca el turno a aquellos que, como en la vida misma también, te acompañan hasta el final: La ovetense que vi el primer día, pero no conocí hasta el tercero, dejándome una huella indeleble. La políglota berlinesa con su dulce francés. El riojano andarín, que vivía al borde mismo del camino. El estudiante milanés, brillante dicharachero. El juez muniqués más generoso del mundo. El madrileño de las rodillas dolientes que soñaba con la meta; y el valenciano, colega de profesión y de risas. A todos ellos les debo dos semanas que siempre voy a contar entre las mejores de mi vida, y yo espero quedarme tambien en algún apacible rincón de sus memorias por mucho tiempo.
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