sábado, 11 de junio de 2011

Ópera

Con apenas 20 años, y “El fantasma del paraíso” aun fresco en la retina, estaba convencido de que acabaríamos yendo a la ópera…¡de nuestro tiempo!. Rossini, Donizetti y Puccini habrían cedido el podio a Peter Townsend, Richard O’brien o Rogers Waters (si conseguía zafarse de la locura). Tommy sería considerado como La Dafne ( Corsi, Rinuccini y Peri) de la ópera rock y, la verdad es que hubiésemos quedado muy propios en el MET durante los 80: todos neo-encorbatados mirando a Elton John interpretar a Winslow Leach con nuestros gemelos de hueso.


¡Pero no!. Seguimos asistiendo, una y otra vez, a recreaciones imposibles del Bel Canto’s greatest hits o, con suerte, a Wozzec de Berg o Salomé de Strauss. Tras la deriva ¿ intelectual ?de la música clásica, el gran espectáculo operístico está huérfano, y los músicos de rock hubiesen sido unos padres fantásticos. La cuestión es…¿Qué ocurrió?, ¿Por qué consentimos que, además de nuestros ideales, nos robaran nuestras señas de identidad?. Al fin y al cabo aquella revolución no era tan radical como lo fue la de los gurús de la música culta. Shomberg y sus acólitos no se conformaban con menos de una ruptura absoluta con todo lo conocido. Nosotros éramos más numerosos, y menos ambiciosos: Después de todo, The Rocky Horror Picture Show le debe más al cabaré de la república de Weimar que el Pierrot Lunar a Frank Lits

2 comentarios:

mmm dijo...

es una reflexión que mehe hecho muchas veces...

Pink Freud dijo...

Los músicos pop prefirieron montar el espectáculo total en las pistas de The Loft o The Saints y, además, ni Reagan ni Thatcher eran Luis II de Baviera (aunque de locura iban a la zaga)