Cuando a finales
de los 70, Deng Xiaoping, les dijo a sus compatriotas “enriqueceros”, se lo
tomaron al pie de la letra. Mandaron a freír gárgaras las indicaciones del
abuelito Mao, como le llaman cariñosamente, y llenaron el país de coches,
contaminación y publicidad.
El famoso libro
rojo, ese al que no me dejaba acceder un amigo, de la Joven Guardia Roja, por
considerarme demasiado burgués para asumirlo, es uno de los souvenirs estrella
para el atónito extranjero ( de la misma manera que la quincalla ornamental
revolucionaria por las calles de Moscú o San Petersburgo ).
En el proceso se han saltado incluso el remoto
concepto que está en la base de la teoría ética confuciana: El Zhong
(equilibrio o medio), que se aleja de los extremos para conservar su armonía e
integridad.
En un platillo de la balanza los campesinos, que
aun no tienen cubiertas sus necesidades sanitarias, en el otro los
concesionarios de Aston Martin y Lamborghini.
Hoy día, la única
construcción de la mano del hombre visible desde el espacio, la famosa muralla
china, en lugar de aislarlos los conecta con el mundo entero: hordas de
turistas disparan sus cámaras por doquier, sintiéndose nómadas de la Mongolia interior por un
instante.
Aunque sigan encapsulados en el
ciberespacio, provocando que no se pueda compartir en Facebook, por ejemplo, paisajes
tan preciosos como los del río Li a su paso por Guilin.
O alguna idílica instantánea evocadora del mas bello Catai.
Cuando te acercas a la costa este, a la
mítica ciudad que llamaban en los años 30 el Paris oriental y ahora llaman el
Nueva York de oriente, empiezas a encontrar aplicaciones como Whatsapp, que te
permiten compartir con los amigos el fabuloso skyline de Shangai, el verdadero
Gotham del siglo XXI
A 37º centígrados y con el 90% de
humedad, la moraleja está servida: no viajes, si puedes, al sudeste asiático en
pleno verano.
Pero si ya estas
allí disfruta, como el príncipe Shidarta…y abanícate.
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