miércoles, 24 de febrero de 2010
Bajo escucha
Los supuestos expertos en la materia dicen que el mejor cine del siglo XXI se hace para la televisión; y como ejemplo emblemático ponen alguna que otra serie made in USA: The Wire; una película de trece horas de duración con, hasta la fecha, cuatro secuelas (correspondientes a sus cinco temporadas). Una película con todas las características que la distinguen de una serie y algunas de las que la identifican como tal.
Sus personajes son tan creíbles que pueden parecerse a cualquiera de nosotros: aquellos, claro está, que vivieran en una ciudad tan inconfundiblemente yanqui como Baltimore, y fueran, o bien funcionarios (en el sentido más peyorativo del término) de policía, o bien anduviesen por el lado salvaje de la vida (como dirían Lou Reed y Albert Pla al alimón).
Sus tramas son el resultado de algo tan cotidiano como espantoso: el hecho de que cada cual vaya a lo suyo sin ambages…o con ellos.
Compruebo, sorprendido, que mis hábitos como espectador de televisión no han cambiado demasiado en los últimos 45 años, porque sigo preso de la curiosidad enfermiza que me produce la contemplación de la sociedad norteamericana, a través de sus series. Una sociedad punta de lanza de la decadencia occidental. Esto, dicho así (de sopetón), suena fatal: pedante, manido, vacío; pero no deja de ser descorazonadamente cierto.
miércoles, 17 de febrero de 2010
Homenaje
Si acudimos a la enciclopedia de los coches clásicos veremos que el Standard Eight, que era el nombre del coche de la foto, fue un medio de transporte muy básico. La austeridad de la postguerra era su principal característica, hasta el punto de carecer de portón para el maletero. Su falta de accesorios era total: no solo no tenía ni siquiera calefacción, sino que su única opción era un segundo parabrisas. No fue un coche muy popular, pues era una idea concebida para competir con el 2CV y el Escarabajo, pero a diferencia de estos, el Eight no tenía carisma. No superaba los 100 Km/h, y podía pasar una eternidad hasta que consiguiera alcanzarlos.
Pero yo lo adoro, porque este humilde cochecito inglés, esta carrocilla sin gracia fue… ¡el coche de mi infancia !
Pero yo lo adoro, porque este humilde cochecito inglés, esta carrocilla sin gracia fue… ¡el coche de mi infancia !
miércoles, 10 de febrero de 2010
Delicias transversales
Disfrutones (aun más, si cabe). En eso nos convierte la red; y el disfrute que de ello se deriva es la mejor prueba. Ahora, al placer que proporcionan los elementos comunes de una buena novela policiaca: Personajes definidos y atractivos, intriga, estructura, capacidad de evocación y reflexión, se une aquel que, antes, solo estaba al alcance de quien poseía una vasta cultura; suficiente para conocer las otras obras de arte contenidas en sus páginas.
Si aparece un leitmotiv en la trama, que podamos rastrear en internet, aumenta considerablemente su poder de evocación. No es lo mismo saber que a un policía, metido a locutor de radio, le adjudican una especie de sintonía en las ondas, que saber de cual melodía se trata exactamente. Ni tampoco importa tanto que alguien, deprimido, deje de silbar la canción que solía si no la conocemos de antemano.
En La playa de los ahogados, la última aventura del inspector Caldas (ese gallego de libro, creado por Domingo Villar) existen ambas…Y también en Youtube.
Delicias transversales en las más famosas aficiones: Literatura y Música /Música y Literatura.
martes, 2 de febrero de 2010
Vocinglero
La cala Salitrona: un lugar abrigado de la costa murciana, ideal para fondear resguardados de los fugitivos de Eolo, sobre todo de aquellos que ya soplan de vuelta a sus mazmorras en la isla flotante de Eolia. Para escabullirse de los recién escapados, y dispuestos aun a recorrer el planeta, no hay más que rodear el Cabo Tiñoso, con su faro de bienvenida a la ciudad de Cartagena, y anclar en La Azohia.
La ensenada de La Salitrona está tan cerca del puerto de Cartagena que algún buque, cicatero, puede aposentarse allí y no pagar atraque; pero es un lugar apenas mancillado por la intervención del Homo Avidus (una ramita más de las crecidas en la copa del árbol evolutivo); especialmente bello bajo la luna llena más bonita del año (la de Enero), aunque esta vez diera un poco de miedo su alineamiento con Marte y el Sol que, según los astrólogos, presagia la guerra.
La paz reinaba esa noche en la cabina del “Vocinglero” (nombre de toro para un barco de vela), y nosotros, al calor de un plato de lentejas, hablábamos de las políticas inútiles e incapaces de alejarnos de las crisis que, históricamente, pueden ser prolegómenos de guerras. Nos exaltábamos opinando naderías que, a la postre, lo único que hicieron fue retrasar el sueño del único tripulante que se había ido a la cama: el único, curiosamente, que no había abierto la boca, refugiado en su supuesta juventud y su auténtica humildad; el único que practicaba, curiosamente, el menos hablar y más hacer (lo justo). A sus 30 años trabajaba para vivir y no vivía para trabajar, de modo que le quedaba tiempo para construir los cimientos de la verdadera felicidad: el altruismo. Era voluntario allí donde lo necesitaran para ayudar (primeros auxilios sanitarios, rescates, trabajos con niños procedentes de familias desestructuradas, etc.)… y además, bregaba con las velas estupendamente. ¡Chapeau, Pablo!
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