martes, 2 de febrero de 2010

Vocinglero


La cala Salitrona: un lugar abrigado de la costa murciana, ideal para fondear resguardados de los fugitivos de Eolo, sobre todo de aquellos que ya soplan de vuelta a sus mazmorras en la isla flotante de Eolia. Para escabullirse de los recién escapados, y dispuestos aun a recorrer el planeta, no hay más que rodear el Cabo Tiñoso, con su faro de bienvenida a la ciudad de Cartagena, y anclar en La Azohia.



La ensenada de La Salitrona está tan cerca del puerto de Cartagena que algún buque, cicatero, puede aposentarse allí y no pagar atraque; pero es un lugar apenas mancillado por la intervención del Homo Avidus (una ramita más de las crecidas en la copa del árbol evolutivo); especialmente bello bajo la luna llena más bonita del año (la de Enero), aunque esta vez diera un poco de miedo su alineamiento con Marte y el Sol que, según los astrólogos, presagia la guerra.

La paz reinaba esa noche en la cabina del “Vocinglero” (nombre de toro para un barco de vela), y nosotros, al calor de un plato de lentejas, hablábamos de las políticas inútiles e incapaces de alejarnos de las crisis que, históricamente, pueden ser prolegómenos de guerras. Nos exaltábamos opinando naderías que, a la postre, lo único que hicieron fue retrasar el sueño del único tripulante que se había ido a la cama: el único, curiosamente, que no había abierto la boca, refugiado en su supuesta juventud y su auténtica humildad; el único que practicaba, curiosamente, el menos hablar y más hacer (lo justo). A sus 30 años trabajaba para vivir y no vivía para trabajar, de modo que le quedaba tiempo para construir los cimientos de la verdadera felicidad: el altruismo. Era voluntario allí donde lo necesitaran para ayudar (primeros auxilios sanitarios, rescates, trabajos con niños procedentes de familias desestructuradas, etc.)… y además, bregaba con las velas estupendamente. ¡Chapeau, Pablo!

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