La contracultura ha sido siempre neutralizada por la cultura oficial, y siempre mediante el muy sutil método de la absorción. De esta manera, pareciendo que se trataba de un reconocimiento, del desarrollo de algo incipiente, se procedía a quitarse de en medio un síntoma de futuras complicaciones.
Ya fuese en el ámbito del arte: El Dadá deviene Surrealismo, con sus mucho más inocuos desvelos oníricos, o en el de la sociología: En plena guerra fría, las dos ideologías dominantes no pueden tolerar que los Hippies las cuestionen a ambas; la convención convierte cualquier intento de cambiar sus normas tácitas en una nueva conformidad. Si los jóvenes británicos son un escaparate de la decadencia del imperio, se les pone precio en las vitrinas de King Road. Si los Hackers penetran en las entrañas del sistema se les paga para convertirlos en agentes inmunológicos del mismo; pero algunos, como leucocitos descarriados, amenazan con destruirlo todo, y eso está ocurriendo ahora mismo con el creador de la controvertida Wikileaks.
Esta misma mañana, analistas políticos de prestigio identificaban a los Hackers más incómodos con la contracultura del siglo XXI, y vaticinaban que el fenómeno Wikileaks daría que hablar largo y tendido. Pero lo que no podíamos imaginar era que oyésemos hablar, inmediatamente, a algún político de su deseo de ver tendido a Julian Assange, sin vida.
Parece ser que, en el umbral de un nuevo mundo, donde se está procediendo a identificar a la convención misma como la mayor de las complicaciones presentes, sus centinelas no pueden esperar a que la cultura oficial fagocite a la contracultura: Hay que aplicar terapias más agresivas; aunque me temo que la desaparición de un virus no implica la destrucción de la cepa y, como dice Bastenier, vamos a tener Wikileaks para rato.
miércoles, 1 de diciembre de 2010
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