Aquella lejana tarde, abril de 1990, aprovechaba el happy hours de un garito en el Village y, mientras degustaba mi
segundo gin tonic, observaba a un tipo, ataviado con gabardina y borsalino, que
me había dirigido un par de cómplices miradas desde el otro extremo de la
barra. Unos minutos más tarde, John se había sentado a mi lado y me había
abordado abiertamente. Solo entonces entendí el extraño atuendo que, en un
principio, había tomado por elegante anacronismo. Sus facciones delataban una
cierta edad, la suficiente para haber vivido aquel Nueva York de los 70,
convertido en un enorme dark room
entre Battery Park y Harlem, antes de que la tragedia del SIDA cortase las alas
de la promiscuidad a la población gay de la ciudad.
John resulto ser un excelente conversador, y
una compañía muy agradable en aquella aburrida tarde de Good Friday. Paseamos
por Manhattan, nos comimos la mejor hamburguesa de américa, y me contó una
historia que deberían haber oído las autoridades rusas antes de censurar el
documental que acaba de estrenarse sobre Rudolf Nureyev.
Parece ser que el
bailarín solía acudir a los sórdidos locales de West Street, donde
acostumbraba a utilizar la mesa de billar para otros menesteres que las simples
carambolas. Yacía sobre el tapete y dejaba que los parroquianos jugaran con él otros juegos más…peligrosos. En el
documental no se hace la menor alusión a la homosexualidad del artista, pero la
memoria de testigos como John, o la imaginación encendida de quien escuchamos su
testimonio, saben que al fauno le gustaba convertirse en ninfa en la foresta
de la noche neoyorquina. Sorry, Putin.
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