domingo, 20 de octubre de 2013

Sorry, Putin


Aquella lejana tarde, abril de 1990, aprovechaba el happy hours de un garito en el Village y, mientras degustaba mi segundo gin tonic, observaba a un tipo, ataviado con gabardina y borsalino, que me había dirigido un par de cómplices miradas desde el otro extremo de la barra. Unos minutos más tarde, John se había sentado a mi lado y me había abordado abiertamente. Solo entonces entendí el extraño atuendo que, en un principio, había tomado por elegante anacronismo. Sus facciones delataban una cierta edad, la suficiente para haber vivido aquel Nueva York de los 70, convertido en un enorme dark room entre Battery Park y Harlem, antes de que la tragedia del SIDA cortase las alas de la promiscuidad a la población gay de la ciudad.

     John resulto ser un excelente conversador, y una compañía muy agradable en aquella aburrida tarde de Good Friday. Paseamos por Manhattan, nos comimos la mejor hamburguesa de américa, y me contó una historia que deberían haber oído las autoridades rusas antes de censurar el documental que acaba de estrenarse sobre Rudolf Nureyev.

   Parece ser que el bailarín solía acudir a los sórdidos locales de West Street, donde acostumbraba a utilizar la mesa de billar para otros menesteres que las simples carambolas. Yacía sobre el tapete y dejaba que los parroquianos jugaran con él otros juegos más…peligrosos. En el documental no se hace la menor alusión a la homosexualidad del artista, pero la memoria de testigos como John, o la imaginación encendida de quien escuchamos su testimonio, saben que al fauno le gustaba convertirse en ninfa en la foresta de la noche neoyorquina. Sorry, Putin.
 
 
 

 

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