Pertenecer a una (o varias) ONG’s es, ahora, el equivalente a postular para el DoMund o La Cruz Roja hacia la mitad del pasado siglo. Es el reducto de la caridad, tan denostada hoy en día: Parece ser que todo el mundo ve tan fácil enseñar a pescar a un pobre, que nadie se siente obligado a compartir sus propios peces. Por supuesto que hay mucho fraude en eso de las organizaciones no gubernamentales, pero el inmenso valor de algunas es indiscutible. Mi favorita es Médicos sin Fronteras, quizá porque me siento en deuda con esa maravillosa profesión (a la que no me sentí capaz de pertenecer) o, simplemente por la obviedad de sus funciones: Si, incluso en un país tan poderoso como los Estados Unidos, es difícil acceder a la asistencia médica en ciertas situaciones, imagínense la dificultad que pueden tener los parias de la tierra que, 145 años después de la internacional, siguen siendo famélica legión.
Este otoño están llevando a cabo una campaña para rescatar del olvido a los enfermos más injustamente olvidados; aquellos que no son rentables política o económicamente, los que no sirven para ganar elecciones o para incentivar a los investigadores farmacológicos.
Ya sé que tras El jardinero fiel de Le carré no queda mucho que decir sobre la codicia de las multinacionales farmacéuticas, pero hay que insistir en ello como la causa principal de tanta miseria evitable. MSF, discretamente, se dedica a paliar lo que sería una de las prioridades de un gobierno mundial honesto (¡obsérvese el condicional!), así es que, por lo pronto, son imprescindibles.
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