sábado, 19 de diciembre de 2009

Copenhague



De los ríos de tinta vertidos, estos días, a propósito de la cumbre de Copenhague, pesco una idea, contenida en un artículo del que no puedo daros ni el título ni el autor (¡A dios pongo por testigo que nunca volveré a perder un periódico que hubiese decidido utilizar en este blog!). Pero lo que el viento se había llevado hace tiempo era mi esperanza de que esta cumbre sirviese para algo; por eso cuando leí: “Lo que se viene a discutir en esta cumbre son los efectos del cambio climático, pero no sus causas”, me sentí completamente identificado. Nadie parece darse cuenta de que, por mucho que reduzcamos emisiones, no nos servirá de nada si no cambiamos radicalmente las causas que las generan, y esas (al fin y al cabo) no son  más (ni son menos) que nuestra mentalidad al completo.


    Un fumador empedernido buscará cualquier excusa para no dejar el cigarrillo. Un alcohólico no aceptará que tiene un problema con el alcohol, y una persona anoréxica se seguirá encontrando gorda aunque, en realidad, esté en los huesos. Todos están enfermos y, se dice, que la condicio sine qua non para curarse es admitirlo.

En Copenhague nadie parece admitir la gravedad del enfermo y, lo que es aun más grave, tampoco la identidad del paciente. El planeta Tierra está perfectamente sano, si conseguimos erradicarle el parásito que un día (hace ya 300 años) le inoculó uno de nuestros congéneres (probablemente WASP): La idea de un progreso ilimitado hacia un paraíso mecánico. Una ascensión inconsciente al edén técnico.

Los jardines de las delicias no existen, so pena que también admitamos la existencia del averno.

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