He amanecido fatal de la minoría. En realidad me viene dando la lata desde que comenzó el mundial de Sudáfrica, y solo tuve un atisbo de mejoría cuando me descubrí “disfrutando” del partido de semifinales contra Alemania. Pero fue un espejismo, porque ayer, cuando comprobé que mi televisor (en este rinconcito costero) no sintonizaba Tele 5, justo cuando empezaba el partido, no sentí el más mínimo enfado; es más, casi me alegré de poder cambiarlo (el partido) por otro programa más interesante. En realidad, la dolencia se manifiesta solo frente a la televisión, porque las banderas inertes que decoran los balcones del pueblo parecen lamentarse con una pregunta: ¿Y ahora qué?
Los telediarios, hoy, me hacen el mismo efecto que un chute de Dacortín a un alérgico a los corticoides: No existen otras informaciones que no sean las relativas a la abducción popular por el fervor futbolero; incluso los ministros se prestan, sin el más mínimo pudor, al obsceno juego del secuestro de voluntades. Cuando veo tratar el campeonato mundial de futbol con honores otras veces reservados a gestas magníficas, comprendo el descaro de las élites sin ética que nos dominan, y pierdo la esperanza de sobrevivir a su perverso plan: ¡Ande yo caliente y ríase la gente!
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