lunes, 20 de abril de 2009

Viajar en el tiempo


Viajar en el tiempo era, hasta hace muy poco, patrimonio de la ficción (de la ciencia-ficción, para ser exactos); pero algunos de nosotros, de cierta edad y en determinados sitios, hemos experimentado el pasado remoto. ¿De que otra manera puede calificarse, sino, aquella lejana infancia? Alfombrar las calles de todo un pueblo con juncos verdes, recién cortados en las orillas del río, para que pase la procesión del Corpus… ¿No remite a ciertos ritos ancestrales? Los niños solían amontonar la hierba, después de la fiesta, para tejer porras vegetales y librar batallas. O aquellos pregones del vendedor callejero, con su mercancía sobre las alforjas del burro:

 

                      Niños y niñas…llorad por piñas.

 

O el heladero artesano, arrastrando su carrito de madera, en el que cubría el auténtico  mantecado con dos enormes “tetas” de latón. La antigüedad tardía, la edad media, el siglo XIX; todo en el intervalo de una vida que se adentra en el imaginario futurista, de hace tan solo 30 años, a toda velocidad.

     La experiencia resulta fascinante, pero aun cabe la posibilidad (mucho más inmediata) de viajar al pasado en unas cuantas horas de avión: Sanaa, por ejemplo. La capital Yemení, que compite con Bagdad para escenificar las legendarias mil y una noches o, triplicando el tiempo de vuelo, el extremo oriente de Papua Nueva Guinea, donde según un reportaje del último Semanal, podemos reeditar las ceremonias de la sima de los huesos de Atapuerca… con un plus espeluznante, pues los miembros de los kukukukus nunca entierran a sus muertos para que la tierra no les reclame más vidas: una forma como otra cualquiera de exorcizar a la parca. Pura prehistoria.

    

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