La otra noche soñé que era mi propio hijo; ese que nunca tuve con la novia que se parecía a Sarah Palin. En el sueño yo/mi hijo hablaba seis idiomas (chino mandarín incluido) y era un millonario cibernético que había desarrollado completamente la tecnología neuromotora, de modo que la telequinesia era mi gran aportación a la humanidad. Yo, tanto tiempo denostando las necesidades creadas y, ahora, había creado la mayor de todas: la supresión de necesidades. La gente ya no tenía que mover un dedo para nada; el dicho y hecho se había sustituido por el pensado y hecho ¡siempre!, gracias a un chip nanométrico implantado bajo el cuero cabelludo.
Aquella noche, agotadora, fui alternando la conciencia de orgulloso padre, que había conseguido educar tan bien a su hijo, con la desazón de quien tiene de todo menos algo que no puede identificar. Entonces, la vigilia siguiente, me dio la respuesta. Estaba en la página necrológica del periódico que anunciaba la muerte de Vicente Ferrer en la India. Aquello que no tenía era la capacidad de ser feliz ayudando a los demás.
Aún a riesgo de opinar sobre algo que no he experimentado (si solo se pudiese escribir sobre la experiencia no habría novelas, sino aburridas biografías), diré que un padre no puede trasmitir a su hijo unas virtudes que no tiene, y que son tan escasas en realidad: me refiero a la grandeza del jesuita fallecido. Desde luego si puedes expresarte en tantas lenguas y tienes la curiosa capacidad de un gigante, posiblemente no te quede tan lejos la filantropía… ¡pero los sueños, sueños son!