El Manifiesto Futurista, publicado hace un siglo en un periódico conservador francés, era una algarada pre-fascistoide y vanguardista (lo cortés no quita lo valiente). Entre sus epatantes cláusulas figuraba la siguiente: “Afirmamos que el esplendor del mundo se ha enriquecido con una belleza nueva: la belleza de la velocidad. Un coche de carreras con su capó adornado con grandes tubos parecidos a serpientes de aliento explosivo…Un automóvil rugiente que parece que corre sobre la ráfaga es más bello que la Victoria de Samotracia.”
Cien años después, solo permanece el componente totalitario. La fascinación por las máquinas ha tomado el aspecto de rendición y, su máximo representante (el automóvil) parece más bien una amenaza. La velocidad se ha mostrado tan peligrosamente adictiva como la diacetilmorfina.
Hace unos días escuché, de primera mano, una muy reveladora anécdota. Cierto archimillonario tarambana encargo a la Mercedes Benz un modelo SL 65 AMG, propulsado por un motor V12 biturbo de seis litros de cilindrada. Este roadster, del que nunca dirán que necesita una inconmensurable cantidad de gasolina para ir a la misma velocidad, discreta, que cualquier otro más humilde (por ejemplo), puede alcanzar cifras espeluznantes en el velocímetro, por lo que suelen limitarle la premura de fábrica. Nuestro cliente, en un alarde de soberbia ilimitada, había pedido a Stuttgart que no pusiese cortapisas bajo el acelerador, de modo que la criatura llegó al concesionario español “salvaje”; pero los responsables de la entrega, pensando que era un error y con buen criterio, volvieron a limitarle la velocidad a 250 Km/h, como a todos los supercoches actuales.
Días más tarde, la secretaria del concesionario recibió, atónita, la llamada furiosa de nuestro hombre desde la R-2 madrileña. ¡Que le han hecho a mi coche que no puedo pasar de los 250 ¡. El jefe de taller tuvo que lidiar con aquel yonqui, fuera de control, que exigía una reparación a semejante oprobio. Yo me pregunto si, el susodicho, no sería el nieto de Longo.
Cien años después, solo permanece el componente totalitario. La fascinación por las máquinas ha tomado el aspecto de rendición y, su máximo representante (el automóvil) parece más bien una amenaza. La velocidad se ha mostrado tan peligrosamente adictiva como la diacetilmorfina.
Hace unos días escuché, de primera mano, una muy reveladora anécdota. Cierto archimillonario tarambana encargo a la Mercedes Benz un modelo SL 65 AMG, propulsado por un motor V12 biturbo de seis litros de cilindrada. Este roadster, del que nunca dirán que necesita una inconmensurable cantidad de gasolina para ir a la misma velocidad, discreta, que cualquier otro más humilde (por ejemplo), puede alcanzar cifras espeluznantes en el velocímetro, por lo que suelen limitarle la premura de fábrica. Nuestro cliente, en un alarde de soberbia ilimitada, había pedido a Stuttgart que no pusiese cortapisas bajo el acelerador, de modo que la criatura llegó al concesionario español “salvaje”; pero los responsables de la entrega, pensando que era un error y con buen criterio, volvieron a limitarle la velocidad a 250 Km/h, como a todos los supercoches actuales.
Días más tarde, la secretaria del concesionario recibió, atónita, la llamada furiosa de nuestro hombre desde la R-2 madrileña. ¡Que le han hecho a mi coche que no puedo pasar de los 250 ¡. El jefe de taller tuvo que lidiar con aquel yonqui, fuera de control, que exigía una reparación a semejante oprobio. Yo me pregunto si, el susodicho, no sería el nieto de Longo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario