La etiqueta obituario languidece en este blog, despreciada por la pereza
que produce la superabundancia: Son tantos los homenajes que se le antojan al
mitómano que, al final, acaba desistiendo de su propósito. Solo alguna vez, esas que te provocan un vuelco
al corazón, decides escucharlo y contar porqué la muerte de alguien célebre te afecta.
El domingo pasado falleció, a los 84 años, el director británico de cine
Ken Russell. Este señor estuvo muy
presente en mi adolescencia y mi primera juventud. De las cinco únicas
películas que he visto de su extensa filmografía, dos me educaron a golpe de
emociones, cosa que no hicieron muchos de mis profesores, ni tampoco las
referencias patrias que podría tener más a mano.
Con sus Mujeres enamoradas (Women in Love, 1969) aprendí a perderle el
miedo a la sensualidad y a la heterodoxia, hasta convertirla en la etiqueta más
usada en las entradas de este sitio.
La pasión de vivir (The Music Lovers, 1970), un sui géneris biopic de
Tchaicovsky, me ayudó a dar el primer paso en el mundo de la música clásica,
una fuente inagotable de placer para el resto de mi vida; además, me instruyó
en el valor de la honestidad para consigo mismo como requisito imprescindible
de la honradez frente a los otros; algo indispensable para beber siempre de
otra escurridiza fuente: La de la felicidad.
Tommy (1975) se limitó a dejarme prendida en la retina una leyenda
adolescente que llevaba imaginando unos cuantos años, con mis estrellas de rock
favoritas prestando el rostro a sus personajes.
Las dos últimas películas que vi suyas fueron Viaje alucinante al fondo
de la mente (Altered States, 1980), que llegó justo cuando yo estaba empeñado
en la tarea más necesaria en la vida: el autoconocimiento, y La
pasión de China Blue (Crimes of Passion, 1984), otra morbosa historia sobre
vidas desdobladas que lo alejó definitivamente de Hollywood.
Después se dedica a dirigir óperas
en Europa; y en 1997 es invitado a La
Fenice para poner en escena El progreso del libertino (The Rake’s Progress),
con libreto de Auden. Ver a este
provocador o trasgresor, como ha sido calificado esta semana en los periódicos
de todo el mundo, enfrentado al texto del autor de las XII canciones, habría
sido estupendo; sobre todo si la música la escribía Stravinski, a quien la
provocación no le resultaría tampoco ajena.
Desgraciadamente no he encontrado la versión de Russell, pero podemos
hacernos una idea con esta otra dirigida por Robert Lepage hace unos años.