El adolescente que fui entonces estaba enamorado, vivía en una dictadura a punto de fallecer, y tenía alas en los pies y pájaros en la cabeza. Todo ello había de reflejarse, inevitablemente, en la banda sonora que ilustraba mi agitada vida.
Hubo un LP fetiche: "Dejâ vu" de Crosby, Still, Nash y Young; y una canción de Traffic capaz de transportarme al séptimo cielo. Descubrí a un excéntrico miope que sabía escribir baladas como nadie, y me pasaba la vida bailando al ritmo de música no escrita para las pistas.
Las estrellas eran un tema fascinante para componer y Los Rolling Stones seguían brillando. Había poetas ampurdaneses y homenajes a Dylan hechos en Extremadura…y el cine.
Un aristócrata milanés me introdujo, en éxtasis, a la música clásica; y ya nunca pude desligar Venecia del adagietto, ni la Navidad del regalo que le hizo Wagner a Cósima Von Bulow en su cumpleaños. De todas formas, el término sinfónico se limitaba aun al rock, llegando al clímax con efluvios de hachís y patchouli. En el horizonte, unos breves riff de guitarras afiladas anunciaban ya a los punkis; pero ellos pertenecen a otro lustro.
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